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MANUEL
SCORZA (1928-1983)
ante
la condición humana*
Carlos P. Lecaros
Zavala
“¿Qué
miraré yo cuando de mí sólo queden mis ojos, estos ojos que no se hartan de
mirar –generación tras generación– los mismos reclamos, los mismos
quebrantos, los mismos abusos, los mismos engaños, los mismos desalientos?”
El Jinete Insomne
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Manuel Scorza, considerado
como uno de los más importantes poetas y narradores peruanos del siglo XX,
nació en Lima el 9 de setiembre de 1928. Según narra en su testimonio de vida,
sus padres –él, natural del distrito de Matará, Cajamarca, y ella del distrito
de Acobamba, en Huancavelica– “habían llegado a Lima huyendo también de la miseria,
embarcados en esas primeras olas de migrantes que llegaban de las provincias
hacia la capital”[1].
A
corta edad, debido a su frágil salud a causa del asma, sus padres se trasladan
a la sierra y se instalan en Acoria, un pueblo ubicado en la línea del
ferrocarril entre Huancavelica y Huancayo, donde su padre decide poner una
tienda y panadería. Este status familiar perteneciente al de los pequeños
comerciantes influyó para que no tuvieran mayor contacto con la población
indígena, sobre lo cual Scorza diría: “aún en los estamentos más pobres del
Perú hay grandes barreras” y esta actividad “ya nos diferenciaba de los indios”[2].
Incluso, lo lamentará más tarde, ya que esa distancia impidió que aprendiera el
quechua, a diferencia de la experiencia que vivió José María Arguedas. No
obstante, considera que esta limitación se constituía en un abismo que lo
separaba del Perú profundo, dirá más adelante: “Ahí en Acoria empecé a ir a la
escuela y viví parte de mi infancia. Acoria…es uno de los pocos lugares en
donde puedo decir que fui feliz”[3].
Pasado
un corto tiempo, su padre decide regresar a Lima y tras intentar diversas
actividades para sobrevivir, consigue poner un puesto de periódicos en el
distrito de La Victoria, que Scorza recuerda con las siguientes palabras: “ahí
es cuando yo voy a tener mi primer contacto con la lectura (periódicos,
revistas argentinas como: Leoplan, Billiken)... yo no sé si esta experiencia
que viví en mi infancia en el puesto de periódicos de mi padre, tuvo que ver
posteriormente con mi actividad de editor tan discutida por los intelectuales
del Perú”[4]. Se está refiriendo a las ediciones populares
de autores peruanos que él impulsó: los “Populibros”.
Debido
al asma que padecía, con gran esfuerzo económico sus padres lo trasladan a
Huancayo y lo internan en el Colegio Salesiano donde estudió los tres primeros
años de secundaria, tiempo que le permitió tener una intensa “vivencia
religiosa” y en donde también vivió “ausente de las traumatizantes penurias
económicas que pasaba su familia”[5].
Termina su secundaria en el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, en donde
destacó entre los primeros alumnos, lo que le abría la posibilidad de acceso
directo a la “Escuela Militar de Chorrillos”. Refiriéndose a él y a otros
amigos que no optaron por la carrera militar, decía que la “culpable de que los
mejores alumnos desertaran de la vocación fue y sigue siendo la biblioteca… su influencia fue
determinante…”[6].
Y lo reafirma diciendo “sin duda, habría llegado a general, pero se interpuso
la Literatura, los libros me indicaron otro rumbo”[7].
En
1945, ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos de Lima
donde toma contacto con jóvenes poetas de su generación (la llamada “Generación
del ´50”), entre ellos Francisco Bendezú, Alberto Escobar, Rodolfo Milla, Pablo
Macera, quienes gustaban de la poesía, entre otros. Por esa misma época continuó su
vinculación política con el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) en
la que militaba desde el colegio militar y en donde, incluso, había formado
parte de una célula clandestina. Participó activamente en el intento
revolucionario de 1948 contra el gobierno de Bustamante y Rivero, cuyo fracaso
lo atribuyó a la dirigencia aprista. Su
desempeño como dirigente universitario provocó que durante el golpe de Estado
del General Manuel Odría fuera detenido y llevado a la Prefectura donde, según
refiere, tuvo uno de los desengaños más duros de su vida política. No obstante
que su militancia la justificó “porque tenía una visión mitológica de ese
partido, una visión que no correspondía a la realidad”, al punto que “creía que
el APRA iba a hacer una revolución”[8], tomará la decisión,
posteriormente (1953), de renunciar al partido a través de una carta que tituló
“Good bye, mister Haya”.
Fue exiliado a Méjico en 1949,
cuando contaba con 20 años. Para Scorza fueron años duros y amargos, expresando
que “El exilio es una herida extremadamente grave y dolorosa:
el exilio es casi una condena a muerte”[9].
Juan González Soto, biógrafo, refiere que “Fueron años de aprendizaje bajo el
rigor y la dureza”[10] y
agrega, que si bien dejaron en él huellas profundas y permanentes, las pudo
traducir en una poesía de gran profundidad humana. Alude precisamente, a Las imprecaciones (México: 1955), su
primer poemario, como el fruto de esos años difíciles del exilio. Después
vendrán Los adioses (1958), Desengaños del mago (1961), Réquiem para un gentilhombre (1962) y El vals de los reptiles (1970).
Como
novelista, bajo el nombre de “baladas o cantares” publicó cinco novelas, en las
que traza una crónica de las luchas campesinas que habían permanecido ignoradas
por los historiadores. Estas novelas conocidas en conjunto como La guerra silenciosa son: Redoble por Rancas (1970), Historia de Garabombo, el invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977), La tumba del relámpago (1977). Inició
una nueva zaga, la que no concluyó, con la novela La danza inmóvil (1983). Esta serie de novelas, traducidas a más de
40 idiomas, se ha constituido en una de las más difundidas y reconocidas de la
literatura peruana en este siglo.
En
Méjico, obtuvo tres premios de poesía en un mismo concurso convocado por la
Universidad Nacional de México y ahí continúa su carrera literaria como poeta y
novelista, hasta que regresa a Lima en 1958 cuando fuera depuesto el General
Odría. Poco después de su vuelta, se casa con Lydia Hoyle, con quien tendría
dos hijos, Manuel y Ana María.
Permanecerá en el país hasta 1969.
Su
capacidad de líder y organizador le permitió comprometer a empresarios con
sensibilidad y formó el Patronato del Libro Peruano, presidido por Manuel
Mujica Gallo. Lideró
el movimiento editorial más grande que ha tenido el Perú a lo largo de toda su
historia: los Festivales del Libro y los Populibros, ediciones que pudieron
llegar a las grandes mayorías a precios populares. Desde el Perú proyectaron e
irradiaron su acción a varios países de América Latina como: Ecuador, Colombia,
Venezuela, Bolivia y en toda Centroamérica, el Caribe y muchos otros países.
En
1968, en plena efervescencia de las luchas campesinas en la sierra central, y
en razón de su participación activa dentro de un movimiento político
indigenista, Scorza se ve obligado a abandonar nuevamente el país con destino a
París, donde trabajó como lector (conferencista) de español en la “École
Normale Supérieure de Saint Cloud”.
Retomó
la actividad política con mayor fuerza y con Genaro Ledesma, uno de los
personajes de La guerra silenciosa,
fundó el partido “Frente Obrero Campesino Estudiantil y Popular” –FOCEP–.
Presentó su candidatura a la Asamblea Constituyente (1979) y no obstante haber
sido elegido para conformarla, él y otros dos compañeros renunciaron ante el
Jurado Nacional de Elecciones, debido a la suspensión de las garantías
fundamentales.
El 28
de noviembre de 1983 cuando se dirigía a Bogotá, vía Madrid, para asistir al I Congreso Internacional de la
Cultura que se inauguraría el 29 de noviembre, el avión cae a tierra segundos
antes de aterrizar en el aeropuerto de Barajas. Manuel Scorza dejó de
existir a los 55 años de edad, cuando su obra estaba en plena vigencia y acababa
de publicar, en febrero de ese año, su última novela –La danza inmóvil– que significaba una ruptura radical con el ciclo
de La guerra silenciosa.
Para
Scorza fue tan profundo el sentido y carácter del sufrimiento que ha marcado históricamente la vida de los
peruanos y peruanas, por tanta violencia padecida por los pobres, los excluidos
de nuestro país, que cuando en una entrevista le preguntaron “¿qué es la
Patria?”, respondió con las siguientes palabras que expresaban la real
dimensión de lo que para él significaba la condición
humana de los olvidados de siempre: “Y es que la patria peruana está tan
llena de espinas, de cosas sangrientas y terribles que si quisiéramos
acariciarla, las manos se nos mancharían de sangre y quedaríamos abrumados por
el dolor”[11].
La obra de Scorza, tomada en
conjunto e independientemente de la forma expresiva –poesía o prosa– está
impregnada del otro, específicamente
de la condición humana del otro. Pero no sólo del sentir, en tanto
sufrimiento, de personas concretas y de pueblos también concretos, sino además
de sus deseos y aspiraciones que ha sabido traducir como esperanza.
Esa preocupación por el otro se manifiesta en ese ir y venir
permanente a lo largo de la historia –lugares y épocas, personajes y
acontecimientos– como una manera de mostrar cómo ha sido la realidad que ha
envuelto al país desde siempre –“¡Yo no conocía el rostro de mi patria!”[12]– y ante la cual reclama no ser
indiferentes –“¡Mientras alguien padezca, / la rosa no podrá ser bella/…”[13]–. El otro de Scorza, no es el sujeto mistificado, neutro, ausente de
toda realidad, sino todo individuo –hombre o mujer– o colectivo representado por
comunidades y pueblos “cansados de tener una sola vida para tantas muertes”[14].
Su canto, grito o llamado, para
imprecar o para implorar, se mueve indistintamente entre la poesía y la prosa
–diríase, entre la prosa puesta en poesía o la poesía escrita en prosa– en las
que subyace todo acontecimiento fugaz o permanente de la condición humana de éste o aquél, de éstos o aquéllos, peruanos o
americanos:
“¡Nada valía el hombre!
¡A nadie le importaba si bajo su
camisa
existía un cuerpo, un túnel o la
muerte!”[15]
En su transitar a lo largo de la historia, Scorza no hace
sino poner en evidencia que en el Perú y América, una acción de injusticia
ejercida sobre el pobre y excluido, en un lugar y tiempo determinados, no
representa un hecho aislado sino que responde a, o forma parte de, un drama secular
que ha caracterizado la vida de aquéllos. En este marco, podría decirse que su
obra no pertenece al ámbito del chronos
–el del reloj y del almanaque que señalan sólo acontecimientos, sin más– sino
al del kayrós*
esto es que las palabras y simbologías, ahí puestas, se insertan en el momento oportuno del sufrimiento del pobre,
pero, oportuno también, para la denuncia y el llamado urgente de la opción y la
acción.
Las reflexiones que siguen, se
basan en la obra poética y en prosa de Manuel Scorza. La obra poética se ha
trabajado a partir de Las imprecaciones,
conjunto de poemas escritos en 1955; mientras que las reflexiones sobre sus
escritos en prosa –novela– se basan en los cinco cantares (o baladas) de La guerra silenciosa*,
ya mencionados, escritos entre 1970 y 1979. En el deseo de auscultar la
dimensión que adquiere el sentido y carácter de la condición humana bajo una u otra forma de exponer su lectura de la
realidad y cómo actuar ante ella, hay una conclusión –adelantada, quizá– que no
se puede soslayar de todo ello: la unidad de su obra, que sólo puede ser
reflejo de la coherencia intelectual y práxica del autor.
En lo
que respecta a su poesía y su visión de la condición humana, y más allá del calificativo utilizado para
tipificar una de las expresiones de la poesía de Manuel Scorza como “poesía
social”, está el sentido que adquiere para él ser un poeta situado en una
realidad históricamente concreta. Quedarse en el calificativo de “social” para
referirse al estilo y contenido “temático” de su poesía, posible de extenderse
a su prosa, puede resultar castrante para poetas de la
estirpe de Scorza que en su expresión literaria transita y hace transitar desde
la toma de conciencia de la realidad, pasar por la opción frente a ella, para
terminar hecha praxis misma. Por estar situada en el
“momento” (kayrós,) de los
acontecimientos seculares de nuestra historia –la de América y el Perú en
particular– y por su estilo mismo, es difícil precisar si en Scorza la poesía
antecede a la prosa, o viceversa. Él le canta a la condición humana bajo una u otra expresión y de acuerdo a cómo la
realidad le exige, en el momento oportuno, va a referirse a ella.
Así vista, la poesía de Scorza
está inmersa en la condición humana. Podrán ser, como realmente lo son,
variadas las circunstancias, los destinatarios y las expresiones que ella puede
adoptar, pero su poesía está impregnada del otro.
Ya sea que se pregunte a sí mismo, que busque o invite, que increpe o proclame,
es el otro su referente. Y no de
cualquier figura o imagen de “lo” otro –“Porque en las ciudades los poetas
lloran la ausencia nostálgica del aire, pero no saben lo que es vivir bajo la
lluvia”[16]–, sino del otro concreto, de
aquél que tiene un rostro, un nombre[17].
Su preocupación, si vale la expresión, por el otro reside en las circunstancias que definen su condición humana
en tanto otro que sufre, que padece
la opresión. Cuando habla del otro es
para compartir sus sufrimientos poniéndose en el lugar de aquél:
“Hay que vivir ausente de uno mismo,
hay que envejecer en plena
infancia,
hay que llorar de rodillas
delante de un cadáver
para comprender qué noche
poblaba el corazón de los
mineros.”[18]
Y así, cuando se descubre como un poeta que no puede
vivir ajeno a una realidad que no es la que se hubiera podido construir para sí
mismo como vía para evadirse, o la que el sistema dominante le hubiera impuesto
como moda para alejarlo de ella, es cuando toma conciencia que la poesía no
puede estar vacía de humanidad. En este aspecto, reconoce que no puede ser
indiferente a su realidad:
“Yo fui uno de ellos,
yo no sabía por qué los ríos
se secan en el sueño
y ciertos rostros en los Andes
son puras miradas melancólicas.”[19]
Su encuentro con el sufrimiento como elemento
constitutivo de la realidad concreta de América Latina estaría expresado en Las imprecaciones (1955), aquella
construcción poética en la que Scorza ubica en tres momentos su mirada, su
comprensión y su compromiso ante la condición
humana.
El primer momento, es el de una
especie de doble descubrimiento. De un lado, el de una América real, de
sufrimiento causado por la pobreza y la exclusión; un lugar en el que no hay
espacio para la libertad y menos todavía para reclamar por un mejor trato a la
persona humana. El otro descubrimiento es el que pone en evidencia aquella
idealización de la realidad –la América ideal– que los poetas han construido
como vía para evadirse de ella; como expresión –¿Preferencia? ¿Opción?– para pasar de largo sin siquiera
mirarla; para que nada de ella los perturbe en su forma de cantarle a la vida.
Sin embargo, entre el primer descubrimiento y el segundo hay un enlace puesto
de manifiesto cuando cae en la cuenta
que, no obstante querer evadirla, la realidad está ahí, reclamando del
poeta su voz; y es cuando, propiamente, se inicia el re-encuentro inexorable
entre las dos Américas y las dos Patrias. Un encuentro –segundo momento– que se
visibiliza en las contradicciones que subyacen al poner en paralelo, la
realidad concreta y la idealidad inventada. El tercer momento muestra el deseo
del poeta por reconciliarse con América y su Patria y lo hace entre un seguir
reprochándose a sí mismo de cuántas veces las negó o las evadió, y cantándole a
la esperanza, como deseo desesperado de reivindicarse.
Scorza empieza Las imprecaciones (1955) –primer momento– desde “El árbol de los gemidos”
viendo con la nostalgia y la impotencia sumadas al dolor que causa el destierro[20]
a una América “triste” y “amarga”, a la vez que “alta”, “tierna” y “bella”, a
la que los poetas no quieren llamar por su nombre:
“¡Pobre América!
En vano los poetas
deshojan ruiseñores.
No verán tu rostro mientras no se
atrevan
a llamarte por tu nombre, ¡América
mendiga,
América de los encarcelados,
América de los perseguidos,
América de los parientes pobres!
¡Nadie te verá si no deshacen
este nudo que tengo en la
garganta.”[21]
Es, desde esta América, en la que “algo está muriendo” en
la que se ve interpelado por el otro
sufriente: una persona, un pueblo, la humanidad. El poeta que ha podido
penetrar en la condición humana de
todo un continente no es capaz, no puede, desvincular su poesía de un
compromiso con el otro. Su poesía no
tiene sentido sin el otro. La suya no
es una poesía neutral, porque está inmersa en la realidad –“por todas partes
oíamos el llanto”[22]–. La realidad no permite, dice,
que la poesía se reduzca a “una solitaria columna de rocío” y por ello se ve
obligado a responder a los poetas impedidos de celebrar “la gracia de las
muchachas”:
“Tal vez mañana los poetas pregunten
por qué no celebramos la gracia de las muchachas;
tal vez mañana los poetas pregunten
por qué nuestros poemas
eran largas avenidas
por donde venía la ardiente cólera”[23].
Y
agrega:
“Yo respondo:
por todas partes nos sitiaba un muro de olas negras.
¿Iba a ser la Poesía
una solitaria columna de rocío?
Tenía que ser un relámpago perpetuo.
Mientras alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella;
mientras alguien mire el pan con envidia,
el trigo no podrá dormir;
mientras llueva sobre el pecho de los mendigos,
mi corazón no sonreirá.
(...)”[24]
Esa América del sufrimiento que llega al alma –“no puedo
escribir tu nombre sin morirme”[25],
escribe–, la de los “castigos”, “prisiones”, “perseguidos”, “flagelados”[26];
aquella América que no es libre, que destierra a sus poetas, es el mismo lugar
en el que se alberga la esperanza de que la noche del dolor, del sufrimiento,
pasará:
“(…)
La noche pasará.
pueden escupir las aguas,
pueden fusilar a los gorriones,
pueden quemar los versos,
pueden degollar al dulce lirio,
pueden romper el canto y
arrojarlo a una ciénaga,
pueden ponernos frente a los
fusiles,
pero esta noche pasará.
(...)”[27]
Sí, pasará…pero sólo cuando seamos libres:
“(…)
Un día seremos libres.
La tierra será libre.
Los poetas no cantarán, como yo,
en el destierro
Y no habrá miedo, ni muñecos
malos, ni penumbra.
(...)”[28]
Desde esa América que despierta ante él en el destierro,
el poeta descubre o re-descubre –segundo momento de Las imprecaciones– a su Patria Pobre: “Yo no conocía el rostro de
mi patria”[29],
dice; no la conocía en los “rostros vacíos” de la gente ni en los “hombres de
mirada prematuramente cana”. Es esta la patria, aquélla a la que tuvo que
“verla con su cartel de ciego en los suburbios” y “oírla llorar de miedo en las
prisiones”, la que le “dolía bajo tanto dolor”.[30]
Porque ahí donde los poetas vieron “pájaros transparentes”, él ve sólo “dolor”,
“amargas cocinas”, “platos vacíos”[31].
Su dolor es el dolor de su “patria rota”, la de su “América en pedazos” que “no
se puede pegar con palomas”[32].
La patria que se devela en su condición humana no es la “patria
tierna” de la que le hablaron en su infancia, aquélla de “ríos de rápidos
diamantes” o la del viento que “se acerca a las doncellas”. No es esa la
“patria tierna” en la que “el mar se quitaba su máscara de olas para jugar [con
nosotros] en la arena”[33].
Todo lo contrario, es la patria que persigue, destierra y ahoga; la de
“pobrezas, sartenes, cucharas humilladas” de los que tienen que gritar a través
de su boca –“Yo soy la boca de quien no tiene boca”[34]–
“para que sepan que esta tierra sufre!”[35].
Porque es la patria que no cree ya poder superar el sufrimiento de no vivir una
vida digna porque “son las tres de la tarde, y no le sale el sol a la pobreza”[36],
y en donde se descubre que la libertad está encerrada “en una cárcel de muros
movedizos”[37].
Es el Perú esa “patria tierna”,
ese “gorrión dulcísimo” al que oye “llorar” porque en esa tierra suya algo
“está pasando”: el sol está “acongojado”, “la verdura desolada, / el rocío
deshecho, / el mar, la primavera, ya no pueden con las lágrimas”[38].
Algo le sucede a la patria del poeta, algo que la hace retroceder y la envilece
–“¡Donde se pone el dedo salta la pus!”[39]–.
Algo que lo obliga a escribir “con odio” su nombre –“Perú”– y al que le exige
responder:
“(…)
¿fuiste torrente para ser
pantano?,
¿en este pozo cayó mi alondra?,
¿en este cerdo acabó tu toro?
¿salieron del cobre los
guerreros,
domaron ruiseñores,
imperios esmeraldas,
torres elevaron
para que tú, ahora, pordiosera,
te arrastres ante los sapos?
(…)”[40]
La Patria vista como un sistema que oprime y que excluye
no es, no puede ser para un poeta comprometido con su realidad, aquélla en la
que “los hombres callan” cuando el “pueblo cae”, sino la que “se aleja…con los
humildes a comer destierros” y ponerse “terribles ropas pobres”. En este
sentido, para Scorza la verdadera patria, “el Perú”, pertenece a “el pobre, el oscuro, el desterrado, / el
que sobra siempre en la mesa”[41].
En esos términos, el poeta
rechaza aquella patria envilecida, la representada falsamente por los
explotadores, incluidos sus dictadores, que oprimen al débil y destierran a los
que levantan voces de protesta; y con ellos, a quienes desde fuera del entorno del
poder justifican sus atrocidades o guardan cómplices silencios. Scorza no
quiere saber nada de esa patria, a la que le increpa que no lo busque mientras
sea “la mujerzuela de los generales”[42].
Es dura la expresión, sí, pero es esa la patria que lo entristece hasta las
lágrimas y que le impide cantar –“¿Para qué voy a cantar?”[43],
escribe–.
Hay en Scorza ese sentimiento
encontrado hacia dos patrias que no pueden conciliarse: “Ay patria, hay
enemiga”[44].
La una, de la que reniega porque “vomita buitres”[45]
y sigue siendo “el muro donde orinan los
gendarmes”[46],
y la otra, la amada, a la que le pregunta “¿Qué pasa, amor mío?[47]
y a la que le exige liberarse para él poder ser alguien, ser libre:
“(…)
“¡Libértate, amada!
¡Asesina, levántate, te lo ruego!
Yo canto en vano si estás caída,
yo no soy nada si tu enmudeces,
estiércol soy si a ti te
humillan.”[48]
Y continúa llamándola a la concientización:
“Vuelve en ti, vagabunda.
No es verdad lo que digo.
Las praderas no pueden olvidarte.
Cuando nadie las mira, lloran las
piedras.
Los corderos te extrañan, los
borrachos te extrañan,
mi corazón te extraña.
Sácame del pecho las espinas,
borra los malos sueños,
enciende la luz que no se
extingue,
danos la libertad que no
termina.”[49]
El tercer momento de Las imprecaciones –“Espero
la mañana”–, viene a ser un canto a la esperanza, no obstante haber iniciado
esta serie de poemas reprochando a los poetas que cantaban “bellísimas
canciones”[50]
y “tejían enredaderas alrededor de las muchachas”[51]
diciendo que “las aguas son transparentes”[52]:
“Cómo iban los poetas a decir:
No hay papas,
Está sucia mi camisa,
La niña llora por su pan
descalabrado,
No tengo para el alquiler,
No puedo, vuelva a fin de mes”.[53]
Su cólera a la indiferencia “ardió” cuando entre
recuerdos de dolor y muerte –“me bastó abrir el pecho para que salieran mis
muertos queridos”[54]–
comprende que él también moriría si es que
en sus versos no alzaba “la vida que demolía el incendio”[55].
Para Scorza, sus versos serían la voz de los sin voz y por ello le responde a
su abuelo, a quien le dijera que nunca fue feliz, que “la tristeza va a morir”[56]
“cuando la alondra [surque] el cielo y “cuando los humillados alcen la cabeza y
partan la dicha en pedacitos que alcance para todos”[57].
La infelicidad de su abuelo y la de todos los abuelos no es, sino la infelicidad de todas las
generaciones anteriores, a las que se dirige mediante una pregunta que encierra
asombro y hasta admiración: “¿De dónde sacábais
fuerza para seguir viviendo?”[58].
Y quizá, sea esa “fuerza para seguir viviendo” lo que lo hace volver a la
lucha, al punto de decirles a esas generaciones, que su infelicidad no fue vana
y que sus nietos “cantarán”:
“Cesad, abuelos:
no se perdió nada;
todo lo oí,
lo recogí todo;
lágrimas,
desesperación,
fatiga,
salen de mis labios sonriendo.”[59]
Al tomar conciencia de que más allá de la soledad y
sufrimiento personal ha estado el sufrimiento de generaciones, que han sabido y
podido sobrevivir y que “a pesar del dolor, a pesar de las patrias derrumbadas”[60]
fueron capaces de “hallar entre las tumbas un lugar para la risa”[61],
en la esencia misma de todo ello, Scorza descubre que no perdió la fe. Y no la
perdió porque en ese descubrimiento permanecía subyacente una apuesta por la
vida:
“Amigos,
aunque os golpeen,
jamás perdáis la fe,
aunque vengan días sucios,
jamás perdáis la fe,
aunque yo mismo os ruegue de
rodillas,
no me creáis,
amad la vida,
(…)”[62]
Apostar por la vida significa para el poeta, tener fe en
que las cosas pueden cambiar si optamos por luchar contra todo lo que
signifique muerte –injusticias, exclusión–, si es que se es capaz de
enlodarse hasta jugarse, incluso, la propia vida:
“(…)
¿Dónde no estuve?,
¿en qué pantano no bebí?
¿a qué pozo malo no rodé?”[63]
“Canté”, dice, “porque los dolores ya no cabían en mi
boca”[64].
Y levantó su voz ante tanta injusticia. Maldecía a América y a su Patria, pero
no a esa América o a ese Perú sufriente, en cada ser humano pisoteado, sino a
aquel continente y país usurpados, envilecidos:
“Ay, a mi alma caían las cáscaras
que amargas cocineras, pelaban.
Amigos: en mi corazón jamás reinó
silencio,
Yo oí todas las voces,
escuché a las sábanas quejarse,
supe cuando las criadas escribían
cartas de tristeza,
y cuando no llegó a tiempo el
único pie del cojo,
y canté, América, los dolores,
y recliné en ti mi cabeza.
(…)”[65]
Cantó por el sufrimiento y sigue cantando –“Yo sólo sé
cantar, pero te amo”[66]–: Pero ahora, lo hace por la
esperanza, porque “¡también la aurora se construye con canciones!”[67].
“¡Amigos,
Os encargo reír!
Amad a las muchachas,
cuidad a los jazmines,
preservad al gorrión.
No me busquen amargos en la noche:
yo espero cantando la mañana” [68]
En el recorrido que realiza Scorza en Las imprecaciones, pareciera intuirse el
proceso que tendrá la narración de La
guerra silenciosa, en cuanto a los encuentros y desencuentros que tienen
los personajes, en pos de su liberación. En uno –en Las imprecaciones– es el poeta, el individuo, que revive su
historia personal y la de su pueblo –de su Patria y de América– y la trata de
volver a escribir a partir del descubrimiento de un otro –u otros– que permanecían ocultos a la
realidad de su encierro. En el otro –La guerra
silenciosa– es el colectivo que revive cada día, lo que ha sido y sigue siendo
su historia, como situación concreta –en lugar y tiempo determinados– que reproduce, no obstante, la condición humana secular de todo un
pueblo, el latinoamericano, que busca también una salida. En ambos procesos –el
que sigue el poeta y el que siguen las comunidades– no está ausente la esperanza que surge como utopía, como
futuro y posibilidad, siempre abierta a lo que puede ser. En la poesía, es la
luz que libera al poeta de su encierro; en la prosa, como se verá a
continuación, el relámpago que ilumina la escuridad de la noche del sufrimiento
de un pueblo.
En cuanto a sus novelas y la condición humana se destaca en Scorza,
la misma unidad de comunicación ya existente en su poesía. Siente el impulso de
seguir comunicando porque no quiere y no puede callar, pero reconoce que el
estilo poético lo limita para exponer,
en su real dimensión, el mensaje que quiere trasmitir sobre la condición humana de los campesinos
pobres. Y es así que da el salto de la poesía a la novela para poner en boca de
sus personajes –reales y míticos a la vez– la palabra hecha testimonio. En los
cinco cantares que constituyen la saga de La
guerra silenciosa describe, en clave de realidad histórica, lo que ya ha
hecho en estilo poético en Las
imprecaciones. No obstante, en la palabra del poeta, puesta en prosa o en
poesía, continúa latiendo con la misma intensidad el canto o el llamado para
imprecar o para implorar.
El recorrido que hace Scorza a lo
largo de La guerra silenciosa se
desarrolla como una luz de esperanza que
se enciende con “Redobles por Rancas”, continúa con “Historia de Garabombo el
Invisible”, “El Jinete Insomne” y “Cantar de Agapito Robles”, hasta apagarse
con “La Tumba del Relámpago”. Este escenario –el de La guerra silenciosa[69]– que da razón de una lucha de más
de doscientos años por hacer prevalecer los derechos de las personas
complementa su reflexión poética. –Las
imprecaciones– como un solo testimonio de la condición
humana. En otras palabras, lo que hace es unir la realidad histórica de los
hechos vividos, con la reflexión y expresión metafórica de todo aquello que su
sensibilidad intuye y traduce desde uno u otro signo de esa realidad, para
mostrar el padecer, el sufrimiento de esa «patria peruana» –expresión ésta de
Scorza– que se
desgarra en sus seres humanos, específicamente en los explotados, los
excluidos, los abusados de siempre.
Si bien La guerra silenciosa se focaliza en la lucha sostenida por los
campesinos del departamento de Pasco en defensa de sus tierras, el mensaje va
mucho más allá, en tanto se trata de la narración de un devenir de
acontecimientos, en el que se pone de relieve, el amplio significado y sentido
de la condición humana de los
campesinos y campesinas de esa zona del país. En efecto, a partir de hechos
puntuales ocurridos en un espacio y tiempo que son colocados en un escenario de
lucha por sus derechos, el poeta ausculta las vivencias, estilos de vida,
creencias y sueños (aspiraciones) de los campesinos y campesinas de Pasco. Todo
un universo de vida –personal y comunitaria– que se amplía y llega hasta hoy,
como una visión de la «patria peruana» en clave de sufrimiento y dolor que ya
no sólo abarca el mundo andino, sino también el de las comunidades nativas de
la selva[70].
Visión ésta que la historia oficial se ha encargado de invisibilizar, en un
modelo de “progreso” o “desarrollo”[71]
que continúa reproduciendo todo aquello que conduce a Raymundo Herrera, el
personaje de El jinete insomne,
hacerse tan desgarradora pregunta: “¿Qué miraré yo cuando de mí sólo queden mis
ojos, estos ojos, que no se hartan de mirar –generación tras generación– los mismos reclamos, los mismos
quebrantos, los mismos abusos, los mismos engaños, los mismos desalientos?”[72].
La lucha que narra Scorza, es la
del reclamo de la tierra –“hace siglos que reclamamos en vano nuestras tierras”[73]– que si bien la remonta a 1705,
no refleja otro mensaje que el de una lucha prolongada de liberación, que se
inicia cuando el conquistador pisó tierra peruana y americana para instaurar su
dominio en ellas, pasar por el nacimiento de la República hasta alcanzar el
siglo XX:
“(…) Esos hombres mal trajeados,
de rostros averiados por las intemperies, esas mujeres impregnadas de contenida
excitación, esos niños de caras costrosas, esos viejos haraposos, no venían de
Yarusyacán. ¡Llegaban desde el fondo de la historia peruana! Esa marcha no
duraba cuatro días sino cuatrocientos años. Esa muchedumbre no había partido de
las casuchas de Yarusyacán sino desde las cavernas de la locura adonde huyeron
los quechuas enloquecidos por la muerte del sol. En las fosas del horror, a
oscuras aun bajo la luz, habían permanecido todo ese larguísimo tiempo. (…)”[74].
Sin embargo, en la narración el autor no quiere
permanecer solamente en el hecho mismo de la usurpación de lo que le perteneció
al indígena –“usurpan lo que nos pertenece desde el comienzo del mundo a los
que sudamos sobre los surcos”[75]–, sino que, además, focaliza su
atención en el modo como se llevó a cabo, de manera recurrente, ese despojo:
las distintas expresiones de violencia a la que han estado sometidos los
indígenas, desde siempre y que es, lo que ha marcado su condición humana de explotado y excluido.
Scorza, resalta cuanta expresión
de violencia se cometió con el indígena. Desde la violencia física, impuesta a través del castigo, o la
muerte, hasta la cometida mediante el abuso y el engaño del poderoso, para robarle
al indígena lo que por justicia les perteneció: primero la tierra y luego, el
salario por el trabajo realizado en ella. Y se llegó a tal punto de cinismo,
refiere, que esos poderosos fueron capaces de justificar su violencia
poniéndose a sí mismos como víctimas de una forma de redención para el abusado:
“¡Recemos juntos para que Dios te perdone, Tupayachi! Te castigo por tu bien.
Yo soy patrón. Soy corrompido. Ustedes son puros. Para preservar sus inocencias
tengo prohibida la circulación del dinero. (…)”[76].
En los diálogos y reflexiones de
Raymundo Herrera se pone de manifiesto en toda su dimensión real e histórica,
el modo de vivir de ese otro, a quien
el Perú oficial ignoró. Son expresiones y sentimientos, que representan la
reacción permanente ante una realidad, basada en la opresión de siglos, en la
que el tiempo histórico se repite una y otra vez, para mostrar sólo queja y
dolor:
“¿Quién ordenó que mi edad se
detuviera? ¡Qué importa! El hecho es que estoy parado sobre el suelo de todas
las generaciones, detrás de esta queja. El maíz, los hombres, los ríos, las
edades, brotan, crecen, se exaltan, mueren, desaparecen. Lo único que permanece
es nuestra queja.”[77]
De ese sufrimiento y esa queja –“¿Alguien habrá dispuesto
que exista una raza de hombres despiertos, condenados a recordar, a no dormir
mientras no se absuelva nuestra queja?”– va apareciendo ese doble
descubrimiento que se reconoce en las dos Américas irreconciliables de sus
poemas, esta vez en las figuras de un Perú real
y otro “oficial”, también como dos patrias confrontadas: “(…)
Nuestra desgracia,…, es que el verdadero Perú comienza arriba de Chosica, a
cincuenta kilómetros de Lima y fue gobernado siempre por gente que vive debajo
de Chosica (…)”[78].
La justicia no existe para los
campesinos y campesinas. El Perú que “comienza arriba de Chosica” está ausente para hacer
respetar sus derechos, porque sencillamente no existen. Podrán pasar años y
desgastar su energía vital reclamando, pero será inútil:
“(…) Garabombo gritó:
- ¡Chinchinos: hemos envejecido reclamando! Hemos gastado nuestros años
sentados en los pasadizos. ¡Años de años suplicando! ¡Nunca obtuvimos nada! Los
hacendados ni siquiera se presentaron a los comparendos. Tres veces los citaron
para las confrontaciones. Tres veces esperamos tres días y tres noches. No
acudieron. Aunque esperáramos tres siglos no se presentarían. Yo luché por la
expropiación. Estaba equivocado. No cabe expropiación. Estas tierras nos
pertenecen desde 1705. El Rey nos dio lo que el Presidente nos quitó (…)”[79].
En el relato de la lucha del campesino contra el gamonal
por la recuperación de la tierra, acción que es reprimida bajo el argumento de
invasión de la propiedad privada, –“La palabra invasión no cabe,
mi comandante. Nosotros no invadimos: recuperamos las tierras de nuestros
antepasados”[80]– Scorza pone en boca de Raymundo
Herrera frases que procuran hacer que los campesinos reaccionen ante tanto
abuso: “¡Ha parado el tiempo y si quiere detendrá el sol! ¡Por culpa de los
cobardes que viven en este pueblo!”[81]
Porque ante la impotencia de no
poder hacer nada porque no se les reconoce como personas[82],
como peruanos que también tienen derechos –porque el derecho a la propiedad de
sus tierras que les ha pertenecido por siempre es sólo uno de tantos–, busca
encender en ellos el espíritu de rebeldía como reacción a lo único que la
injusticia les ha dejado como herencia, la rabia: “¡He probado que no podemos
probar nada! Y cuando todos los hombres comprendan que es imposible probar una
causa justa entonces comenzará la Rabia. Les dejo de herencia lo único que
tengo: mi rabia.”[83]
Y de esta manera, con estas
palabras de Raymundo Herrera, Scorza pretende hacer que los hechos de Pasco trasciendan
la historia de dolor y miseria de ese espacio geográfico –“Estas tierras pertenecen al
hambre de nuestros niños.”[84]– para alertar ya no sólo a los poetas[85]
sino a la patria entera que ya no es posible vivir permaneciendo pasivos ante
esa realidad que también, más temprano que tarde, los envolverá: “Busco,
hermanos, encenderles la sangre, contagiarles mi rabia tan grande contra la
injusticia. Hace siglos que reclamamos en vano nuestras tierras. Estamos ya
acostumbrados al abuso. ¡Reaccionen!”[86]
Se
trata de una “rabia” –“contra la injusticia”– que, salvo en las comunidades que optaron por
actuar para la recuperación de sus tierras, no encontró mayor eco para la
formación de un frente común, unitario, con organizaciones sociales –urbanas y
campesinas–,
cuyos derechos eran también permanentemente violados. Al respecto, otro de los
personajes en La tumba del Relámpago
resaltaba cuán distantes se encontraban, al menos en este episodio de la vida
de las comunidades campesinas, las ideologías de la realidad histórica: “«La
desgracia de nuestras luchas es que no coinciden con nuestras ideologías. La
rabia, el coraje, son de aquí, y las ideas son de allá. ¡Nosotros sólo ponemos
la desesperación!»”[87].
Sin embargo, más allá de todo ese
proceso incansable de años, décadas, siglos, de ires y venires reclamando
justicia a un Estado que se negaba a representarlos; de ese Perú que para ellos
“hacía cuatrocientos cuarenta y dos años que el tiempo no corría”[88]
porque ese sufrimiento que padecían no provenía del “tiempo humano de los
antiguos sino del tiempo enloquecido de la sociedad capitalista”[89];
más allá de toda lamentación o arrepentimiento ante “la insondable desgracia de ser
peruano”[90]
–es decir, “hombres extraviados en el sufrimiento, en el abuso, en la
impotencia”[91]–;
más allá de todo ello, surgía la esperanza
por el solo hecho de que “del fondo de esa desesperación, había nacido la
tormenta de Pasco”[92]
gracias a la cual “los hombres habían alzado la cara para combatir”[93].
Esa esperanza renacida, no de la derrota sino de la decisión para
asumir la lucha por sus derechos, simbolizada en el fulgor del relámpago que
“iluminó la historia de los campesinos”[94],
lleva en Scorza el mensaje de que es ella –la esperanza– la que tendría que instalarse en las conciencias de los
campesinos y campesinas como guía del corto o largo, no se sabe, camino de
lucha por el que hay que continuar cuando de derechos se trata. En la esperanza lo que cuenta, según él, es kayrós y no chronos:
“Entonces [Ledesma] comprendió
todo. Supo por qué los ríos, las cataratas, los cursos de agua se habían
detenido en los viejos tiempos. Y reparó en los andrajos de la anciana Condori.
Y comprendió por qué los habitantes de su sueño ya no vestían las espléndidas telas
de las edades míticas sino los miserables ropajes de la realidad de los pobres
de un país pobre. ¡Pero ahora el tiempo volvía a correr! Para ellos, la
historia nunca había estado en el pasado inmóvil ni en el presente roto: la
historia, la verdadera historia, los aguardaba en el porvenir hacia adonde
ahora caminaban. ¡Por fin el presente se reunía con el pasado! Y la locura se
volvía clarividencia. (…) Aunque fuera una, pensó. Y se le llenaron los ojos de
lágrimas.”[95]
Ineludiblemente, en Scorza, la esperanza está estrechamente vinculada al porvenir, visto éste como
opción de vida y como praxis (acción) humana:
(…)
- Villena: ¿por qué hizo
usted eso? ¿no sabía que en esos tejidos
estaba el porvenir?
- ¡Por eso mismo los quemé!
Porque no quiero el porvenir del pasado sino el porvenir del porvenir. El que
yo escoja con mi dolor y mi error.
- Quizá en algún poncho figuraba el fin
de nuestra empresa –insistió Farruso.
- ¡Nuestra empresa sólo depende de
nuestro coraje! ¡Nadie decidirá más por nosotros! ¡Existimos! ¡Somos hombres,
no sombras tejidas por una sombra! ¡Mi cuerpo y mi sombra me seguirán adonde
los lleve mi valor o mi cobardía! ¡Nos calienta un verdadero sol! ¡Nos enfría
una nieve verdadera! ¡Estamos vivos!”[96]
En resumen, y como reflexión final en La guerra silenciosa pareciera que
Scorza recrea, esta vez en clave de realidad histórica, lo que ha escrito en Las imprecaciones.
Desde ese enfoque, los tres
momentos expuestos en Las imprecaciones
–el de ese doble descubrimiento de una América ideal y real; el de la América y
la “Patria Pobre” redescubiertas en su sufrimiento; hasta el punto de
rebelarlo; y el de la esperanza, que lleva el imperativo de apostar por la vida
en la medida que se opte por la lucha– resurgen en su narrativa en la lucha por
la tierra que llevan adelante los campesinos y campesinas en La guerra silenciosa. En efecto, esos tres momentos
equivalen, en primer lugar a la justicia a la que se confían los campesinos,
pero que no existe para ellos; luego, a la toma de conciencia de que sólo
rebelándose y luchando por lo que les pertenece es posible que sean reconocidos
en sus derechos; y por último, que a pesar del fracaso en su intento de luchar
contra un sistema opresor e injusto, mantienen viva la esperanza. De esta
manera, los poetas que celebran “la gracia de las muchachas” en Las imprecaciones[97],
encerrados en su propio mundo y que “no saben lo que es vivir bajo la lluvia”[98]
y que poco saben, o no quieren saber, de “pobrezas, sartenes, cucharas
humilladas”
[99],
son, o representan, en los cantares de La guerra silenciosa aquella sociedad o
nación fragmentada que se percibe indiferente a lo que sucede en su interior –“(...)
«El Perú no es una nación. Es un territorio habitado». (...)”[100],
escribe–.
En
estas aproximaciones se descubre a un Scorza que, a través de los diferentes
personajes y hechos que dan contenido a su poesía, visibiliza –¿el primero en hacerlo?– al minero, aquél otro también olvidado y a quien “¡A
nadie le importaba [importa] si bajo su camisa / existía [existe] un cuerpo, un
túnel o la muerte!”[101].
Este minero de su poesía escrita en 1952 –boliviano, que bien puede también ser peruano– es el
mismo sujeto que, 57 años después, vive hoy su condición humana igual de cansado de “tener una sola vida para
tantas muertes”[102];
sean las causas de esas “tantas muertes”, ayer como hoy, las condiciones de
trabajo, sus salarios miserables, la contaminación ambiental. Y a través de su
prosa, también se le descubre poniendo en relieve la condición humana del campesino que tras su larga lucha “parado sobre el suelo de todas
las generaciones”[103]
defendiendo sus tierras, sus tierras usurpadas, se niega a la vida de miseria
anunciada en el rostro del minero despojado; vistiendo como él y como tantos
otros peruanos, “los miserables ropajes de la realidad de los pobres de un país
pobre”[104]
que carga sobre sus hombros “«el pecado original transmitido de la Colonia a la
República es haber querido constituir
una sociedad y una economía peruana sin el indio y contra el indio»”[105].
Esas referencias al otro colocadas en las frustraciones y sentires
de los encarcelados, de los desterrados o exiliados, de los mineros y
campesinos, explican plenamente por qué Scorza alza su voz con rabia e
indignación bajo expresión poética o prosística. Su rechazo se dirige a un sistema que oprime, excluye y que está
encarnado en los grupos dominantes, de ayer y de hoy; dictadores disfrazados de
demócratas, civiles y militares, que se sostienen unos a otros y se alternan en
el poder como forma de perennizar sus privilegios. Pero más frustración que
rabia siente Scorza por los indiferentes; por aquéllos que callan y pasan de
largo, convirtiéndose en mudos cómplices del dolor de los oprimidos; o por
quienes sin pertenecer al círculo del poder justifican atrocidades y
violaciones a la dignidad de la persona humana.
Sin
embargo, es a partir de ese encuentro durísimo, traumático quizá, enraizado en
el seno mismo de la realidad histórica, entre la poesía y la prosa –entre el poeta, primero
indiferente y luego comprometido– que Scorza hace que brote la esperanza. “No
me busquen amargos en la noche: / yo espero cantando la mañana”[106],
escribe en Las Imprecaciones; y en La guerra silenciosa, más allá del
fracaso de la lucha emprendida que
plasma en ese quinto cantar como
momento culminante de su narración, conserva
la misma esperanza –no importa
si lo hace entre redobles, jinetes invisibles o insomnes y entre cantares– para
que la luz del relámpago –“el inolvidable fulgor de un relámpago ardió en la
negrura, iluminó la historia de los campesinos”[107]–
permanezca para siempre como superación de esa manera tan perversa con la que
se ha escrito gran parte de la historia del Perú. Historia aquélla de la condición humana de sometimiento y
exclusión que no se merecen, por principios de justicia y solidaridad, el mundo
andino y (ahora) el de la Amazonía: “Pero el hombre no será nunca,
verdaderamente, ni alegoría, ni carne, ni años, ni sueños, ni nada, si el
vendaval de la Revolución no limpia antes el fango pútrido de la miseria
humana. (…)”[108].
El imperativo para superar esta
“miseria humana” (la condición humana)
de quienes están ya “cansados de tener una sola vida para tantas muertes”[109]
lo lleva a afirmar que: “(…) el acto definitivamente subversivo es vivir, la
real Revolución es la felicidad, una Revolución que sólo es una revolución no
es una revolución, la revolución de Afuera sólo se cumplirá si triunfa primero
la revolución de Adentro. (…)”[110].
Estas expresiones que aparecen en su última obra publicada –La danza inmóvil, 1983– presentan toda
la carga y la fuerza de un testamento intelectual cuya herencia es su propia
obra transformada en un proyecto de liberación. Su proyecto utópico de liberación es, en la obra de Scorza, esa
posibilidad siempre abierta a que ese otro
que representa a los olvidados, a los maltratados de siempre, se constituyan en
sujetos y fin último de una nueva civilización. Proyecto liberador que haga
caer en la cuenta lo que premonitoriamente escribe en La tumba del Relámpago:
“Para ellos, la
historia nunca había estado en el pasado inmóvil ni en el presente roto: la
historia, la verdadera historia, los aguardaba en el porvenir hacia adonde
ahora caminaban. ¡Por fin el presente se reunía con el pasado!”[111].
Esta manera de concebir el acto revolucionario como
fundamento de felicidad –personal y colectiva– se refleja, hay que
reiterarlo, en su obra. En toda ella,
Scorza pone de manifiesto su opción –su apuesta– por la vida y, como
consecuencia de ello, a una praxis de lucha que encuentra su sentido en la esperanza. Sí, porque para él toda esperanza es liberación; y la esperanza sólo le pertenece a aquellos
que son capaces de luchar por un mundo distinto que trasciende el presente:
“Este viaje durará más que mi vida. Por eso lo emprendo”[112].
Definitivamente, con su muerte
imprevista, va a emprender ese viaje que duraría más que su vida. Porque para
él el sufrimiento, el martirio de tantos hombres y mujeres humildes, no podía,
no puede, ser vano e inútil; y
anticipándose a todo lo que habría de encerrar su obra –con su vida y
con su muerte- se ve inexorablemente impulsado a lanzar, desde ese lejano 1952,
un mensaje de esperanza y compromiso a las futuras generaciones que, como a los
poetas a los que invocó, vendrán a encender “la hoguera / donde se queme este
mundo sombrío”[113]:
“¡prestadme vuestra muerte para edificar la vida!”[114].
*
* * *
Bibliografía
De Manuel Scorza
La guerra silenciosa:
Historia de Garabombo El invisible. Balada 2. Barcelona, Planeta,
1972. [HGI]
El jinete insomne. Cantar 3. Caracas, Monte Ávila Ed.,
C.A., 1977. [JI]
Cantar de Agapito Robles. Cantar 4.
Caracas, Monte Ávila Ed., C.A., 1977. [CAR]
Redobles por Rancas. 2ª. ed.
Lima, PEISA, 1987. [RR]
La tumba del Relámpago. Quinto cantar. Lima,
PEISA, 1987. [TR]
La danza inmóvil. Barcelona, Plaza & Janés S.A. Ed., 1983. [DI]
Obra
poética. Lima,
PEISA, 1990.
Sobre Manuel Scorza
Diarios y Revistas
Vega, Juan José. “La Literatura es el Primer
Territorio Libre de América. Manuel Scorza”. El Comercio, Suplemento Dominical, 8 de julio de 1979.
Manuel Scorza. En busca de la palabra”. La República, 28 de noviembre de 1983.
“Genaro Ledesma habla del nacimiento de Redoble por
Rancas” y otros artículos. La República,
28 de noviembre de 1983.
Campos Maro. “Recordando a Scorza con César Calvo:
De adioses e imprecaciones” (entrevista). La
República, 3 de diciembre de 1983.
González Vigil, Ricardo. “Homenaje. Manuel Scorza o
la tumba del Relámpago”. El Comercio,
Suplemento Dominical, 4 de de diciembre de 1983
Miró Quesada, Francisco. “Recordando a Manuel
Scorza. La primera y última conversación”. El
Comercio, Suplemento Dominical, (Lima) 4 de diciembre de 1983.
“Scorza por Scorza. Atreverse a ser feliz: la real
subversión”. El Diario (Lima), 13 de
diciembre de 1983.
Martínez, Gregorio y Forgues, Roland.
“Imprecaciones y adioses de Manuel Scorza (Testimonio de vida)” (entrevista). La República, (Lima), 24 de noviembre de
1984.
Internet
González Soto,
Juan. “Manuel Scorza, apuntes para una biografía”.
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra. http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/
* Publicado en: La Intelectualidad Peruana ante la Condición Humana. Tomo III.
Rivara de Tuesta, María Luisa (Coordinadora). Lima, 2011, pp. 421-447.
[1] Martínez,
Gregorio / Forgues, Roland. “Imprecaciones y adioses de Manuel Scorza”
(Testimonio de Vida). Diario La República,
(Lima), 24 de noviembre de 1984, p. 8.
[2] Ibid., p. 9.
[3]
Loc.
cit.
[4]
Ibid.,
p.10.
[5]
Ibid.,
p. 12.
[6]
Ibid.,
p.13.
[7]
Ibid.,
p.12.
[8]
Ibid.,
p. 16.
[9] González Soto, Juan. “Manuel
Scorza, apuntes para una biografía”. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Saavedra, http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/.
[10] Loc. cit.
[11] Martínez, Gregório y Forgues, Roland
(Entrevista). “Imprecaciones y adioses de Manuel Scorza (Testimonio de vida)”.
Diario La República (Lima), 24 de
noviembre de 1984, p. 12.
[12] Scorza,
Manuel. Obra poética. “Las
imprecaciones”, “II. Patria pobre”, “Patria pobre”. Lima, PEISA, 1990, p. 29.
[13] Ob. cit. “I. El árbol de los gemidos”,
“Epístola a los poetas que vendrán”, p.
29.
[14] Ibid.,
“Canto a los mineros de Bolivia”, p. 13.
[15] Ibid., p. 12.
* “Kayros, Kairos o Kayrós (καιρός, “el momento justo”) es...en la filosofía
griega y romana
la experiencia del momento oportuno…. En la estructura
temporal de la civilización moderna, se suele emplear una sola palabra para
significar el “tiempo”. Los griegos tenían dos: Chronos y Kayros. Chronos es el
tiempo del reloj, el tiempo que se mide. Kayros, es el momento justo, no
es el tiempo cuantitativo, sino el tiempo cualitativo
de la ocasión, la experiencia del momento oportuno. Todos experimentamos en
nuestras vidas la sensación de que llegó el momento adecuado para hacer algo,
que estamos maduros, que podemos tomar una decisión determinada.” [Cf. Wikipedia].
* Redobles por Rancas, Historia de Garabombo el invisible, El jinete insomne, Cantar de
Agapito Robles y La tumba del
Relámpago.
[16] Scorza,
Op. cit., “Canto a los mineros de Bolivia”, p. 12.
[17] Muchos
de los personajes de su obra poética y novelística responden a nombres y
rostros que existieron y aún existen, con o sin nombres cambiados, y ocultos.
[18] Scorza.
Op. cit., p. 11.
[19] Ibid., p. 12.
[20] Titula
este primer momento “El árbol de los gemidos”. Cf. Scorza, Manuel. “Las imprecaciones”, I. “El árbol
de los gemidos”, Op. cit., p. 17.
[21] Ibid., “Epístola a los poetas que
vendrán”, p. 17.
[22]
Loc.
cit.
[23]
Loc.
cit.
[24]
Loc.
cit.
[25]
Ibid.,
p. 19.
[26]
Cf.
Ibid., p. 25.
[28] Ibid., p. 28.
[29] Ibid., “II. Patria pobre”, “Patria
pobre”, p. 29.
[30] Cf. Ibid., p. 29.
[31] Ibid., “Patria tristísima”, p. 31.
[32] Loc. cit.
[33] Ibid., “Patria tierna”, pp. 33-34.
[34] Ibid., “Patria diamantina”, p. 36.
[37] Loc. cit.
[38] Ibid., “Gorrión dulcísimo”, p. 38.
[39] Ibid., p. 39. [Nota: Scorza repite esta
conocida expresión de Manuel González Prada, a quien cita al inicio del poema].
[40] Ibid., pp. 38-39.
[42] Ibid., “No quiero cantar”, p. 43.
[43] Ibid., p. 42.
[44] Ibid., “Pueblos amados”, p. 44.
[45]
Ibid.,
p. 44.
[46]
Loc.
cit.
[47]
Ibid.,
p. 45.
[48]
Loc.
cit.
[49]
Loc.
cit.
[51]
Loc.
cit.
[52]
Loc.
cit.
[53]
Loc.
cit.
[54] Ibid., “Antes del canto”, p. 49.
[55] Ibid., p. 50.
[56] Ibid., “Una canción para mi abuelo”, p.
51.
[57] Ibid., p. 51.
[58] Ibid., “Señores abuelos”, p. 53.
[59] Ibid., p. 54.
[60] Ibid., “Voy a las batallas”, p. 55.
[61]
Loc.
cit.
[62]
Loc.
cit.
[63]
Ibid.,
p. 56.
[64]
Loc.
cit.
[65]
Loc.
cit.
[66]
Ibid.,
p. 57.
[67] Loc. cit.
[68] Loc. cit.
[69] Aunque
con un enfoque particular, la Danza inmóvil
no es ajena al conjunto del que lanza Scorza a través de su obra literaria.
[70] Al
momento de escribir este ensayo de interpretación de la obra de Scorza ante la condición humana sucedieron los hechos
de Bagua (05 de junio de 2009).
[71] En
lo económico, político, social, cultural y ambiental.
[73] Ibid., pp. 60-61.
[76]
Ibid.,
p. 55.
[77]
Ibid.,
p. 165.
[81] Scorza.
El jinete insomne, Op. cit., pp. 59-60.
[82] Al
respecto, en los diálogos sostenidos, uno de los personajes afirmaba que la
mayoría de los historiadores habían pertenecido a la “clase dominante”, y
citando a Alejandro Deustua entre ellos, atribuía a él la siguiente frase: “«Las
desgracias del país se deben a la raza indígena que ha llegado al punto de su
descomposición biológica. El indio no es ni puede ser otra cosa que una máquina»”.
Cf. Scorza, Manuel. La
tumba del Relámpago. Quinto cantar. Op.
cit., p. 264.
[84] Scorza.
La tumba del Relámpago, Quinto
cantar. Op. cit., p. 248.
[85] “Yo
fui uno de ellos, / yo no sabía por qué los ríos / se secan en el sueño / y
ciertos rostros en los Andes / son puras miradas melancólicas”. Scorza. Canto a los mineros de Bolivia. Op. cit., p. 12.
[87] Ibid., p. 266.
[89]
Ibid.,
p. 278.
[90]
Ibid.,
p. 302.
[91]
Loc.
cit.
[92]
Ibid.,
p. 303.
[93]
Loc.
cit.
[94]
Loc.
cit.
[95] Ibid., p. 164.
[97] Scorza,
Manuel. Obra poética, “Las
Imprecaciones”, I. “El Árbol de los gemidos”, “Epístola a los poetas que
vendrán”, Op. cit., p. 17.
[99] Ibid. “II. Patria pobre”, “Patria
diamantina”, p. 36.
[100] Scorza.
La tumba del Relámpago, p. 272.
[101] Scorza,
Manuel. Obra poética, “Canto a los
mineros de Bolivia”, p. 12.
[104] Scorza.
La tumba del Relámpago, p. 164.
[105] Ibid., pp. 140-141.
[106] Scorza.
“III. Espero la mañana, “Voy a las
batallas”, p. 57.
[108] Scorza.
La danza inmóvil. Barcelona, Plaza
& Janés S.A. Ed., 1983, p. 84.
[109] Scorza.
Canto a los mineros de Bolivia, p.
13.
[110] Scorza.
La danza inmóvil, p. 224.
[113] Scorza,
Manuel. Obra poética, “Las
Imprecaciones”, I. “El Árbol de los gemidos”, “Epístola a los poetas que
vendrán”, Op. cit., p. 18.
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